Esa piedra pertenece a alto laran, y cuenta una leyenda chinchana que hubo un señor de alli que engaño al diablo y logro ganarle tapandolo con esa inmensa roca (Arturo Rodriguez)
Mi Chincha Querida, un espacio dedicado a explorar y celebrar la rica cultura, tradiciones, gastronomía y demás atractivos turísticos de la hermosa provincia de Chincha, en la región de Ica, Perú
La Fe y Tradición del Señor Crucificado en Chincha En la ciudad de Chincha, la fe y la tradición se unen en una de sus expresiones religiosa...
Como no parecían tener dueño, decidió aprovechar la oportunidad y, con un ágil movimiento, atrapó al chanchito blanco, metiéndolo en un costal.
Con esfuerzo, cargó el pesado bulto sobre su espalda, fantaseando con los kilos de manteca y los deliciosos chicharrones que disfrutaría al día siguiente.
Llegó sudoroso y exhausto a su choza, y al descargar el costal, no pudo resistir la curiosidad de echar un vistazo al cerdito.
Pero al abrirlo, quedó atónito: el chancho se había convertido en plata. ¡Un chancho de plata reluciente!
Emocionado, llamó a su esposa para compartirle la increíble transformación. Tras contarle lo sucedido, una idea aún más tentadora cruzó su mente.
“¿Y si atrapara al chancho colorado? ¡Seguro se convertiría en oro!”, exclamó, sin poder contener la emoción ante la posibilidad de un nuevo milagro.
Cuentan los viejos que, hace muchos años, un extraño asno apareció en Chincha Baja. El burro, adornado con cintas y moños de colores, recorría las polvorientas calles, invitando a los muchachos a montarlo.
Curiosamente, cada vez que los niños subían, su lomo se alargaba para cargar a más, hasta que diez pequeños iban sobre él, divirtiéndose con sus cabriolas.
Todo parecía un juego inocente, hasta que el burro emprendía una veloz carrera y desaparecía con los niños a cuestas.
El pánico se apoderó de la provincia, pues creían que el diablo tomaba forma de burro para llevarse a los chicos al infierno, donde demonios con cuernos y ojos llameantes los sacrificaban.
El famoso padre Guatemala, Fray Ramón Rojas, llegó al lugar para enfrentarse a la criatura diabólica. Con un crucifijo en mano y su cordón, azotó al burro que, al instante, explotó en una nube de azufre, el inconfundible olor del demonio.
Desde entonces, el asno nunca más volvió a aparecer, dejando a Chincha Baja en paz.
Cuentan que una pobre mujer, lavandera de oficio, tenía en su hogar una calavera que cuidaba con especial devoción.
Le había hecho la promesa de velarla todos los lunes, día en que salía a entregar la ropa limpia y recoger la sucia, confiando en que el cráneo serviría de celoso guardián mientras ella no estaba.
Un lunes, mientras planchaba afanosamente la ropa, olvidó encender la vela frente a la calavera. Al darse cuenta, salió apresurada a comprar una al pequeño chino de la esquina.
Justo en ese momento, un hombre, sabiendo que la mujer poseía ropa fina, decidió robarla. Entró en la casa sigilosamente y comenzó a preparar un gran paquete con la ropa. Mientras lo hacía, escuchó una voz que le susurraba: "Deja lo que no es tuyo".
Pensando que era su imaginación, ignoró la advertencia y continuó con su robo. Sin embargo, al dirigirse hacia la puerta, la calavera comenzó a moverse y la voz, ahora más fuerte, le gritó: "Deja lo que no es tuyo".
El ladrón, aterrado, soltó el paquete y salió corriendo, presa de un miedo incontrolable, cayendo desmayado a pocos metros de allí.
Al regresar la lavandera, encontró la ropa intacta y al ladrón inconsciente. Tras llamar a la policía, el hombre contó lo sucedido.
Así, la calavera cumplió con su deber de guardián, y la lavandera nunca volvió a olvidar su promesa de velarla cada lunes.
Hace muchos años, en el corazón del Valle de Chincha, vivía un humilde matrimonio campesino, conocido por su afición a los camarones que abundaban en las aguas del río San Juan.
La esposa, en particular, sentía antojos constantes por ese manjar, y el esposo, siempre dispuesto a complacerla, decidió una mañana preparar sus "ichiguas" o "izangas", unas canastas alargadas que colocaba en el río para atrapar a los codiciados crustáceos.
Tras horas de espera, el campesino regresó con una buena cosecha de camarones, suficientes para preparar un delicioso cebiche y un chupe reconfortante. Sin embargo, en su camino de regreso a casa, se cruzó con una víbora.
Con gran destreza, el hombre lanzó una piedra, aplastando la cabeza del peligroso reptil.
Orgulloso de su hazaña, decidió llevar la serpiente para mostrársela a su esposa, envolviéndola en un pedazo de papel periódico.
Al llegar a casa, entregó dos paquetes a su mujer: uno con los camarones y el otro, olvidando mencionarlo, contenía la víbora.
La esposa, sin sospechar nada, se dedicó a preparar los platos con los camarones, guardando el otro paquete en la alacena de la cocina.
Esa noche, tras una suculenta comida acompañada de vino tinto, el esposo preguntó por el paquete de la serpiente.
La mujer, extrañada, respondió que lo había guardado, pero que sólo contenía una extraña varilla de metal en forma de serpiente.
Sorprendido, el campesino fue a la alacena y, al abrir el envoltorio, se dio cuenta de que la víbora se había convertido en una varilla de oro.
La emoción invadió a la pareja. Con esa varilla de oro, resolvieron sus problemas económicos y compraron la tan anhelada chacra, cumpliendo así su mayor sueño.
En 1910, la "Hacienda Las Huacas" en Chincha se extendía sobre un vasto complejo prehispánico.
Sin embargo, esta área fue arrasada para convertirla en tierras de cultivo, un claro ejemplo del abandono en el que han caído muchas huacas, así como la falta de investigación arqueológica en Chincha.
Esto ha permitido que huaqueros y personas indiferentes desmantelen asentamientos históricos como este.
Hoy en día, de muchas huacas solo queda el nombre. Tal es el caso de las huacas de Atahualpa, en El Carmen, cerca de donde viven los Morán Monserrate, o las del distrito de Sunampe, por donde residen los hermanos Carpetas (Candelario Almeyda y otros).
A pesar de esto, más al sur, cerca de la Huaca La Centinela, la familia Falcone ha introducido maquinaria para formalizar su reclamo sobre tierras que, por su valor arqueológico, deberían ser intangibles.
Estas imágenes reflejan el desinterés de las autoridades por preservar nuestra herencia milenaria, eliminando lentamente los monumentos arqueológicos y borrando la importancia que la cultura Chincha tuvo en el periodo incaico.
Cerca de su casa, crece una enredadera conocida como "uña de gato", una planta que se aferra al suelo con fuerza. Sin embargo, lo que hace a esta enredadera especial es lo que habita en su interior.
Los días de luz pasan sin novedad, pero cuando cae la noche, un perro blanco, de pelaje ondulado, emerge de su escondite. Lleva un hermoso collar de oro que brilla con intensidad, reflejando la luz de la luna.
Los aldeanos hablan de él con admiración y curiosidad, pero también con un aire de inquietud.
Este perro solo aparece en las noches más oscuras y, sorprendentemente, se sienta en el centro del camino como si esperara algo. Cuando los transeúntes lo ven, sienten un impulso irrefrenable de acercarse y acariciar su suave pelaje.
Sin embargo, al intentar atraparlo, el perro se pone en dos patas y comienza a caminar de una manera tan graciosa que nadie puede evitar sonreír. La risa se convierte rápidamente en frustración; por más que lo siguen, el can siempre logra escabullirse entre las sombras. Y en un parpadeo, desaparece, como si nunca hubiera estado allí.
Los relatos sobre el perro blanco se han convertido en leyendas entre los habitantes de Lurinchincha. Muchos afirman haberlo visto, y algunos incluso han perdido el habla o han caído desmayados del susto al presenciar su desaparición súbita. Algunos dicen que es un guardián de la acequia, protegiendo el agua y el camino. Otros creen que es un espíritu que protege los secretos de la naturaleza.
La anciana, con una mirada sabia, escucha las historias que los niños cuentan a la luz del fuego. Ella sabe que el perro blanco es más que un simple animal; es un símbolo de los misterios que habitan en el corazón de Lurinchincha. Y cada vez que la noche se cierne sobre el pueblo, los aldeanos miran hacia la enredadera, esperando ver al encantador perro blanco, sabiendo que, aunque no lo atrapen, su espíritu permanecerá en el aire, tejiendo historias y sueños.
En un pequeño pueblo, donde las sombras de los vicios se enredaban con las risas de las noches de desenfreno, vivía un hombre conocido por todos: un ser cuya vida desordenada y llena de pecados era tema de conversación en cada esquina.
Se decía que era un alma en pena, un hombre que había hecho un pacto con el Diablo a cambio de su alma y cuerpo, mientras se entregaba a placeres mundanos: el licor, el juego y el amor de muchas mujeres. Su agresividad era igual de renombrada que su riqueza; podía costear cualquier exceso que se le ocurriera.
La gente murmuraba a sus espaldas, pero nunca se atrevían a decirle la verdad directamente.
Los rumores flotaban en el aire, como sombras que danzaban en las luces tenues de los bares. La creencia general era que, al morir, el Diablo vendría a cobrar su deuda.
El día de su fallecimiento, el pueblo se llenó de una mezcla de inquietud y morbo. Algunos acudieron al velorio por mera curiosidad; otros, más prudentes, preferían mantenerse alejados, temerosos de que el Demonio se presentara en persona.
Los asistentes se acomodaron en la casa, donde el ataúd reposaba, y la noche se alargó entre susurros y miradas furtivas.
A medida que las horas pasaban, la fatiga comenzó a hacer mella. Los más cercanos al finado, no más de siete familiares, luchaban contra el sueño, pero el cansancio finalmente los venció.
Cuando despertaron, un escalofrío recorrió sus cuerpos: el cajón estaba vacío.
¡El muerto había desaparecido!
El pánico se apoderó de ellos mientras recorrían la casa, buscando respuestas. ¿Dónde estaba el cuerpo? ¿Lo habría llevado el Diablo, como tanto se rumoraba? Con el sepelio a pocas horas de distancia, la ansiedad se convirtió en desesperación.
Los familiares, convencidos de que el Diablo había reclamado su deuda, decidieron actuar rápidamente. Sin comentar nada de lo sucedido, se dirigieron a la funeraria en busca de un nuevo ataúd. Compraron un cajón, llenaron su interior con un grueso tronco para darle peso y lo cerraron herméticamente.
Cuando llegó la hora del entierro, la multitud se agolpó alrededor del nuevo ataúd, intrigada por el cierre repentino. Solicitaban ver el rostro del difunto, pero la solicitud fue denegada. El miedo al Diablo y la idea de que el cuerpo había desaparecido generaron murmullos inquietantes.
A pesar de todo, el cortejo fúnebre avanzó hacia el cementerio. Los que llevaban el ataúd aseguraban que el muerto estaba adentro, sintiendo el peso del cajón.
¡Qué equivocados estaban!
En lugar de un cuerpo, habían enterrado un tronco seco, mientras el verdadero muerto seguía en poder del Diablo, quien había venido a saldar cuentas con un alma que había disfrutado de la vida a costa de sus vicios.
Desde ese día, los murmullos y las leyendas en el pueblo crecieron.
El hombre que hizo un pacto con el Diablo no encontró paz ni en la muerte, y su historia se convirtió en advertencia para todos aquellos que se entregan sin reservas a la oscuridad.